BUSCANDO A MATILDE VARA DE ANGUITA
Detenida-desaparecida el 24 de julio de 1978 del Café Tortoni
 

Qué sabemos de Matilde
Por Eduardo Anguita

En el marco de la destrucción física y moral de los prisioneros políticos que estaban en cárceles legales, el 13 de diciembre de 1976, en la Unidad 9 de La Plata, se produjo un violento reacomodamiento de las condiciones carcelarias y de traslado de presos. Al frente de esos movimientos estaban Guillermo Suárez Mason, jefe del I Cuerpo de Ejército y el coronel Ramón Camps, jefe de la Policía Bonaerense. Una golpiza generalizada, secuestro de libros y material de lectura de los presos, endurecimiento de la vida cotidiana fue el preámbulo de un período que se extendió por al menos dos años en esa cárcel. En la relocalización de presos, los represores utilizaron los pabellones 1 y 2 para enviar a quienes -de acuerdo a sus propios criterios más la participación de algunos presos colaboracionistas- ellos consideraban como militantes más comprometidos con las organizaciones Montoneros y PRT-ERP. A otros pabellones enviaban a quienes consideraban cuadros medios de esas organizaciones, mientras que en otros pabellones eran alojados militantes sindicales o de otros sectores políticos. Dicho en la jerga de entonces de los genocidas, “los pesados” debían estar aislados. Tanto para sembrar el terror entre quienes consideraban “perejiles” cuanto para tener un grupo de rehenes para matar, como supuesta represalia al accionar de las organizaciones armadas. Con el correr de los días comenzó a ejecutarse un plan criminal a tono con las políticas de exterminio de la dictadura cívico-militar. El primer caso fue el de Rufino Pirles y Dardo Cabo, dos militantes montoneros de gran trayectoria, alojados en el pabellón 1, que fueron sacados el 5 de enero de su celda para un supuesto traslado. Fueron asesinados en la localidad de Bransen y, con los años, se supo que junto a ellos fueron acribillados otros militantes populares que habían sido secuestrados y estaban desaparecidos.
El conjunto del accionar criminal de la U9 fue enjuiciado. En agosto de 2003 los fiscales pidieron al juez federal Manuel Blanco que declarara la nulidad de las leyes de impunidad y procediera a la investigación de las responsabilidades de 19 imputados. El juez no se pronunció. En agosto de 2004, la querella solicitó la detención del ex director de la Unidad 9, Abel Dupuy, y en febrero de 2005, se extendió a la detención 15 ex agentes del Servicio Penitenciario. El juez realizó medidas de prueba pero no procedió a la detención de ninguno de los imputados. Sin embargo, al poco tiempo, se produjeron las detenciones y en abril de 2009 se elevó la causa a juicio oral y un tribunal, presidido por Carlos Rozanski, condenó a la gran mayoría de los acusados.
Presos asesinados en supuestos traslados o dentro de cuarteles militares, otros supuestamente dejados en libertad y que nunca aparecieron, otros que fueron dados por suicidados, tormentos en los calabozos y otro tipo de aberraciones fueron los motivos tenidos en cuenta por el tribunal para una causa ejemplar. Sin embargo, hay otro capítulo, complejo de conocer, que se refiere al secuestro y desaparición de decenas de familiares directos de los presos. Entre ellos, hay una cantidad de madres. Delia Avilés de Elizalde, madre de Alberto Elizalde, alojado en el pabellón 2, secuestrada el 20 de enero de 1977, y Ramona Gastiazoro de Brontes, madre de José Brontes, alojado en el pabellón 1, secuestrada pocas semanas después, el 9 de marzo de 1977, son dos casos emblemáticos. Es muy difícil saber, para quien no tiene información procedente de los planes de Suárez Mason y Camps, si esos secuestros y los de muchos otros familiares que se produjeron en esos primeros meses, fueron concebidos y organizados por los mismos grupos de tareas. Tampoco es sencillo saber cuál era el grado de participación de los penitenciarios a cargo de la U9 y los presos colaboracionistas. Con los años, se pudo establecer de modo fehaciente, que algunos de los penitenciarios participaban en actividades del campo de concentración La Cacha, que funcionó precisamente entre los años 1977 y 1978 en un predio de las afueras de La Plata que pertenecía a Radio Provincia y que durante la última dictadura le fuera cedido al Servicio Penitenciario Bonaerense. El edificio fue demolido para borrar pistas, pero la causa judicial por La Cacha pudo determinar a algunas de las víctimas que pasaron por ese lugar de tormentos y que luego fueron asesinadas o que continúan desaparecidas.

El caso de Matilde. Matilde Vara (de Anguita), mi madre, me acompañó con entrega y sacrificio durante los años de detención y participaba de la Comisión de Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas. Cuando fui llevado a la U9, no solo me visitaba a mí, sino también a quien entonces era mi compañera y esposa, Wanda Fragale, detenida en la U2 de Devoto, sin acusación judicial y perseguida durante años por ser mi esposa y luchar por la situación en la que estábamos los presos políticos. Cuando secuestraron a la madre de Elizalde, Matilde comenzó a depositar parte de su sueldo no sólo a mi nombre sino también al de Elizalde. Si bien, nosotros luego socializábamos todo lo poco que podíamos comprar en la cantina, Matilde sostenía que recibir algo a nombre personal ayuda a sobrellevar el tremendo aislamiento al que nos sometían. Desde ya, a Matilde no se le escapaba que ese acto de solidaridad era un desafío directo a las políticas de exterminio, que ya se habían cobrado a otros familiares, a otras madres. Unos meses después, Matilde presentó un recurso de amparo ante el juzgado federal nº 1 de La Plata, denunciando una por una las aberraciones de la vida en la cárcel y haciendo notar que era una obligación constitucional de la Justicia realizar el control de las unidades carcelarias, para cumplir con el mandato constitucional de cárceles sanas y limpias. Desde ya, hubo muchos otros familiares que hacían lo mismo y mucho más quizá. Lo cierto es que Matilde no podía hacer más. La salud no la acompañaba, había sido sometida a una cirugía por un tumor maligno en un pecho, luego tuvo una hemiparálisis facial y vivía un grado de angustia que solo podía sobrellevar por su sentimiento de madre extendida; es decir, por haber tomado a muchos de mis compañeros y a muchas de las compañeras de Wanda como parte de su propia familia.
Matilde trabajaba en la inmobiliaria Peña y se mantenía –y aportaba a la manutención de los presos- con las comisiones de ventas de departamentos. Vivía sola en un departamento de la calle Pacheco de Melo en Barrio Norte y cuando pudo comprar otro, más pequeño, en la calle Billinghurst, en Villa Crespo, un barrio más modesto, alquiló el departamento de Pacheco de Melo. La historia viene a cuento por dos motivos. En un momento, ya en 1978, Matilde me contó que habían ido a verla a su trabajo “gente de civil” que le hacía preguntas y la amedrentaba. Pero también habían ido a preguntar por ella en el departamento que había alquilado y el encargado del edificio se lo dijo con toda claridad: eran gente “de los servicios”. El segundo motivo es que Matilde, como todos los familiares, tenía que dejar sus datos personales en la cárcel. Después de su secuestro, a mi padre, Julio Anguita, cuando fue a ver al director del penal Abel Dupuy, este le dijo que no sabía nada sobre el secuestro de Matilde pero advirtió que “ella no había informado sobre su mudanza” de un lugar a otro.

El secuestro. Ese comentario al pasar del máximo responsable de la U9, hoy condenado a cadena perpetua por responsabilidad en secuestros y tormentos (no por el caso de Matilde), no es la única pista que muestra el manejo informativo de algunos penitenciarios y que indican que esos carceleros tenían participación y recibían órdenes de sus mandantes del I Cuerpo de Ejército. En efecto, cuando terminaba el mundial de fútbol 78, como era habitual los días martes, el carcelero que actuaba de cartero, vestido de uniforme blanco, llegó al pabellón 2 y decía un nombre en voz alta. Con la parcimonia carcelaria, el carcelero que estaba dentro del pabellón se acercaba a la celda del mencionado, le abría la puerta y el preso salía raudo a la reja para recibir la o las cartas que le mandaban los familiares directos y autorizados, previa lectura de los penitenciarios. Cuando el cartero dijo mi nombre y el carcelero me abrió la puerta fui hasta la reja. El mensaje fue breve: “Anguita, dígale a su madre que deje de copiarle las cartas que le manda su esposa. Usted sabe que está prohibido. Me di media vuelta y volví a mi celda, escuché cómo se cerraba la puerta y quedé preocupado. Efectivamente, Matilde, como varios otros familiares, transcribía algunas cartas breves que Wanda le enviaba a ella con el propósito de que ella las enviara con su letra y firmándolas “Mamá” y contando, con algunas alegorías, cómo estaba. Alguien había decidido que ese paso -cortar la correspondencia- fuera otro paso más hacia la muerte. Pocos días después, estando en la celda, un grupo de carceleros del cuerpo de requisa, al mando del oficial Raúl Rebaynera, alias el Nazi, hoy condenado a cadena perpetua (pero no acusado por el secuestro de Matilde), entró a mi celda. Me sacaron al pasillo, me pusieron de cara a la pared y volvieron a entrar a ese cubículo de poco más de un metro por poco más de dos donde solo tenía algún libro, algunas cartas familiares, un calentador y algo de ropa. Al cabo de unos minutos, sin ejercer violencia contra mí, me hicieron entrar. Estaba todo revuelto y, cuando ordené las cartas, confirmé que se habían llevado las enviadas por Matilde. Pocos días después, mi padre vino a visitarme. Recuerdo que habían llegado también los padres de Gabriel De Benedetti, compañero mío de militancia, y yo me acerqué a saludar a Osvaldo, el padre de Gabriel, en primer término, porque sabía que días atrás a su otro hijo preso, el mayor, también Osvaldo, lo habían asesinado de un tiro en la cabeza en Tucumán por orden directa del genocida Antonio Buzzi. Tras ese saludo, doloroso, a Osvaldo, lo abracé a mi padre, quien, con gesto de dolor, me dijo: “Yo también tengo malas noticias para darte”. Días pasados, el 24 de julio, había ido un par de hombres, de civil, al salón de ventas del edificio que tenía Matilde a cargo en la inmobiliaria Peña en la avenida de Mayo al 700. Le dijeron que debía acompañarla. Le permitieron hacer un llamado desde el café Tortoni. Tras hablar con Ana, la esposa de mi hermano Horacio, Matilde gritó y forcejeó. La sacaron a la rastra y, desde esa tarde, no sabemos nada de Matilde.

Pocas conjeturas. Uno o dos días después del secuestro de Matilde, también fue secuestrado Santiago Villanueva, hermano de Ernesto Villanueva, alojado en el pabellón 1. Por algunas características del secuestro, es posible pensar que Santiago y Matilde fueron secuestrados por el mismo grupo o al menos por una orden surgida del mismo lugar. A Ernesto en alguna oportunidad le llegó la información de que Santiago fue visto en Campo de Mayo. Lo único concreto es que en 2008, sus restos fueron identificados en el cementerio de Villa Gesell. Dos años antes de eso, mientras yo hacía un documental sobre la dictadura en Gesell fui a hablar con el sepulturero de ese lugar. Las historias sobre detenidos desaparecidos enterrados en ese cementerio circulaban con fuerza entre muchos militantes del lugar. El sepulturero accedió a hablar conmigo porque fui acompañado de un geselino a quién ese hombre conocía. Desde ya, sin cámara. La charla circulaba sin preguntas directas, pero el sepulturero en un momento contó con orgullo que lo había visitado “el general de brigada Carlos Martínez” y destacó que era hombre de caballería y que él mismo adoraba los caballos. Incluyó en sus dichos que Martínez, a la sazón jefe de Inteligencia del Ejército, nada menos, le había “regalado una placa”. El sepulturero murió y Martínez luego fue preso. No es difícil pensar los motivos que llevan a los generales a un cementerio en tiempos de desaparición sistemática de personas.
A Matilde no la vio nadie que haya atestiguado ante tribunales o bien ante organizaciones defensoras de derechos humanos. Todo indica que su secuestro fue ordenado por jefes militares del Ejército y debería pensarse que fue trasladada a alguno de los campos de concentración bajo la órbita de esa fuerza militar. Una investigadora judicial me dijo en alguna oportunidad que ella pensaba que podría haber sido alojada en La Cacha. Tiempo después, esa misma persona me dijo que, por pura conjetura, se orientaría a pensar que Matilde pudo haber sido llevada a El Vesubio, otro campo de concentración, ubicado en la avenida Ricchieri, en un predio que originariamente pertenecía al Servicio Penitenciario Federal y que estaba en la órbita del Primer Cuerpo de Ejército. El Vesubio funcionó hasta octubre de 1978. La causa por los crímenes de El Vesubio fue instruida por el juez federal de la Capital Federal Daniel Rafecas y elevada a juicio oral. El Tribunal Oral Federal 4 condenó a algunos de los responsables de ese centro de tormentos y exterminio gracias a los testimonios de los sobrevivientes. Sin embargo, entre los testimonios no hay, hasta ahora, alguien que pueda dar fe de que Matilde pueda haber pasado por allí.

Una certeza. No tengo ninguna duda, por tantas evidencias surgidas de los juicios a genocidas, de que el plan sistemático de desaparición de personas se hizo con listas, con órdenes escritas y con partes de información también registrados. No es creíble que los papeles hayan sido completamente destruidos. Mucho menos que la memoria de quienes actuaban en la llamada inteligencia militar no hayan dejado suficientes marcas o mensajes a sus subordinados –muchos de ellos hoy en actividad- acerca de lo que pasó en aquellos años. Soldados conscriptos de aquellos años o suboficiales retirados se acercan hoy, con reserva de identidad, a dar testimonio de las aberraciones que vieron o, incluso, de las que formaron parte. Buscamos a Matilde, con convicción y firmeza. Con paciencia y compromiso. Cualquier dato, proveniente de donde sea, será aceptado –y debidamente registrado y chequeado- con gratitud. Tenemos certeza de que, algún día, quienes estamos en esta búsqueda o nuestros descendientes, lograremos nuestro cometido.

     
 

Sitio web creado por sus familiares y seres queridos. Si tenés alguna información escribinos aquí.
Diseño web: Leandro Coccia