BUSCANDO A MATILDE VARA DE ANGUITA
Detenida-desaparecida el 24 de julio de 1978 del Café Tortoni
 

Matilde Vara, una mujer íntegra.

Enrique Vara y María Emilia Fariña formaban una familia de clase media tradicional. Eran hijos de inmigrantes gallegos llegados a Buenos Aires con esperanzas de prosperidad. Enrique, con el tiempo, había logrado poner su propia fábrica de sombreros. La familia de María Emilia se había dedicado al negocio gastronómico y tenían el restorán El Tropezón, en Callao y Avenida de Mayo, famoso por el puchero de gallina.
Enrique y María Emilia vivían en Flores casi Caballito, en Puán casi Juan Bautista Alberdi. Tuvieron tres hijos: María Emilia, Matilde y Enrique. Los tres bastante seguidos y muy unidos porque ambos padres murieron jóvenes.
Matilde nació el 17 de junio de 1926. Fue a colegio de monjas y se recibió de maestra cuando tenía 18, pero no llegó a ejercer. Se puso de novia muy joven con Julio Anguita, descendiente también de españoles que vivían en Flores. Matilde y Julio se conocieron en una fiesta del Club Italiano de Caballito y al tiempo apuntaron al casamiento. Fue en la iglesia Santa Rita, por supuesto también de Flores. Matilde tenía 22 y Julio 25.
Compraron un departamentito de pasillo un poco más al oeste de Flores, en Liniers, sobre la calle Álvarez Jonte casi Juan B. Justo, a pocos metros de la cancha de Vélez Sarfield.
Muy joven Matilde fue madre, porque el 24 de mayo de 1950 nació Horacio. Un mes después, Matilde cumplía 24. Tres años después llegó el segundo varón, Eduardo, el 5 de mayo de 1953. La familia, con cuatro integrantes se mudó a Palermo y los chicos fueron al Colegio Guadalupe. Cuando llegó la edad del secundario, los padres propiciaron el Colegio Nacional de Buenos Aires. Horacio entró en 1962 y Eduardo en 1966.
De la vida apacible de clase media, con vacaciones en las playas uruguayas y fines de semana en la quinta de los Anguita en Moreno, las cosas fueron cambiando. La política, hasta entonces, no era un asunto diario en la familia. Sin embargo, la intervención militar en la Universidad de Buenos Aires afectó directamente al colegio de los chicos, dependiente de esa universidad. Las luchas estudiantiles y obreras empezaron a influir en la adolescencia de Horacio y Eduardo. Con los años, el interés fue creciendo y ambos decidieron involucrarse con la militancia revolucionaria.
Las cosas en la casa también eran distintas: Julio y Matilde se separaron y ella quedó viviendo con los hijos. Ellos nunca le ocultaron sus nuevos compromisos y Matilde no puso reparos en que sus nuevos compañeros se reunieran en la casa. Era toda una decisión, porque la persecución incluía a cualquiera que colaborara hasta en pequeñas cosas.
Las alternativas de la lucha de sus hijos eran seguidas por Matilde con gran temple. Quizá sin mostrar un gran interés por cuestiones teóricas, pero sí en un sentido humanista y con gran resolución cuando, por circunstancias, supo que alguno de sus hijos corría peligro. Ella veía como esos chicos pasaban de tomar leche chocolatada con galletitas a jugarse la vida por la revolución. Que hablaban del Che Guevara y no se quedaban en las palabras. Y parece que ella lo iba asimilando. Es raro, para una madre no hay nada más importante que cuidar a sus hijos. Lo mismo, cuando una causa justa se apropia de la vida de esos hijos parece que las madres aceptan que sus chicos se conviertan en bravos, en los que abren la senda del combate por la justicia, por la honradez, por un mundo mejor.
Alguna vez, una compañera de militancia de Eduardo le dijo que su hijo había quedado herido y mostró una gran tranquilidad. Por suerte, no había sido nada grave. Matilde, como madre, sabía que sus hijos estaban en riesgo. El sufrimiento no la alejó de ellos. Ella enfrentaba una nueva vida, porque había empezado a trabajar en una inmobiliaria y descubrió una actividad que le gustaba y llenaba otros vacíos.
Los dos chicos se pusieron de novios jóvenes y los dos se fueron a vivir a otros lugares. La casa familiar, por supuesto, era lugar de reunión, de encuentros con la madre y con ropa para lavar.
Llegó el día menos pensado. El que nadie espera pero para el cual ella se había preparado. Eduardo, el menor, fue detenido junto a un grupo de militantes que habían tomado las instalaciones de un pequeño cuartel militar. No alcanzaron a retirarse porque la voz de alarma había llegado a las fuerzas de seguridad. El hecho tuvo mucha resonancia y Matilde empezó a visitar la cárcel. Primero fue Villa Devoto, luego Caseros, después Resistencia, también Río Gallegos, Rawson. Peregrinó junto a otros familiares, madres y esposas de otros compañeros de Eduardo. En medio del trajín, nació Nicolás, el hijo de Horacio. Matilde se lo llevó a Eduardo cuando apenas era un bebé y la madre del chico esperaba fuera de la cárcel para que siguiera tomando la teta. Matilde no dejó de trabajar en una u otra inmobiliaria pero tampoco faltó a una sola visita autorizada. Y empezó a ponerle garra a la lucha por las condiciones de vida de esos militantes a los que ella iba queriendo como a otros hijos.
Por algún lado se canalizan las cosas malas y la salud de Matilde lo sintió. Le detectaron un cáncer de mama y tuvieron que hacer una cirugía típica de esos años, era 1975, en la cual extirpaban el pecho y bastante tejido muscular. Además, tenía que someterse a los tratamientos que evitaran que el cáncer reapareciera. Al poco tiempo, pintada y peinada, Matilde se apareció en el penal de Rawson, para no dejar a su hijo sin visita. Esos encuentros eran duros, con vidrios blindados de por medio y con la certeza de que las conversaciones eran espiadas. Pasaron muchísimos años y Eduardo, al ir a Trelew para participar del 35 aniversario de la masacre de Trelew, se encontró con una confirmación. La secretaria de Derechos Humanos de Chubut, Elisa Martínez, le contó que tenía hojas escritas a máquina con informes de las charlas entre Matilde y él. Volviendo a aquel momento, las cosas iban poniéndose más duras. Y con el golpe del 24 de marzo, dramáticas. No sólo para los presos sino para sus familiares. Hacia fines de 1976, muchos presos fueron a parar a la U9 de La Plata.
Apenas comenzado 1977, en el penal armaron dos pabellones –el 1 y el 2- que eran virtuales patíbulos. Incluso los llamaban los pabellones de la muerte. Para entonces, uno de los generales que dirigía la provincia de Buenos Aires, Ibérico Saint Jean, había dicho que los enemigos de ese régimen no eran sólo los subversivos sino también sus amigos, sus familiares y ... hasta los indiferentes.
Ese año empezaron a matar presos fraguando fugas o simulando libertades que no se llevaban a cabo. También empezaban a matar familiares. Para entonces, ya no quedaban abogados vivos que pudieran defender a los revolucionarios presos. La Triple A había allanado el camino matando a la mayoría y obligando al exilio a los sobrevivientes. Fue así que Matilde, como muchos otros familiares que llevaban años defendiendo los derechos humanos, tuvo una actitud titánica.
Presentaba recursos de amparo, ayudaba a las madres de los desaparecidos a presentar hábeas corpus, llevaba parte de su sueldo a la cárcel, no sólo a la cuenta de su hijo sino a las de otros que habían perdido a sus familias. Ella sabía que esos muchachos socializaban hasta el último peso y eso la enorgullecía. Era un comportamiento de dignidad frente a tanta decadencia y avasallamiento por parte de los dictadores. Así, Matilde empezó a sentir que la espiaban, que la seguían o controlaban. Incluso se le aparecieron esos típicos policías o militares de civil en la oficina de ventas donde la había destinado la inmobiliaria, en plena avenida de Mayo y Chacabuco. Los tipos simulaban interés por un departamento y al rato le hacían preguntas intimidatorias. Tanta presión, tanta angustia hicieron que Matilde sufriera una parálisis facial. Eso la incomodó, porque era una mujer coqueta. Pero empezó su rehabilitación con el mismo tesón con que encaraba todo. Y llegó el mundial del 78. Y a Matilde la había cautivado Luque, seguramente porque había sufrido una lesión en el brazo y jugó a lo guapo, casi entablillado. Al poco tiempo le tocó a Matilde jugar un partido en condiciones desparejas. Fue un 24 de julio de 1978, hacía frío y ya anochecía. Ella atendía el local de abajo del edificio y dos tipos de civil entraron, le dijeron que los tenía que acompañar. Así se lo dijo a la esposa de Horacio, porque la dejaron hacer un llamado por teléfono desde el público que estaba en El Tortoni, ese café ilustre contiguo a la oficina. Ella puso la moneda, discó con toda serenidad. “Me llevan por 24 horas, es averiguación de antecedentes, según me dicen. Son de la Policía Federal”, le dijo a su nuera, que por entonces estaba embarazada de María Julia, la que sería su segunda nieta. Pero cuando colgó el teléfono se terminó la función: Matilde sabía que esa gente la secuestraba, entonces sacudió la cartera y pegó varios gritos: “¡Me llevan! ¡Me secuestran!” y los tipos, acostumbrados a su indigno oficio, la agarraron con fuerza y evitaron cualquier resistencia de su parte. Los parroquianos del Tortoni, según supo Horacio al día siguiente, se quedaron sentados. Nadie atinó a hacer nada. La subieron a un auto y nadie supo dónde la llevaron. Matilde, desde aquel día, se convirtió en una desaparecida. El recuerdo de su vida es un ejemplo de dignidad. Por eso, es muy bueno que una asociación que se dedica a los chicos y chicas con problemas lleve su nombre.

Este texto figuraba originalmente en la página web de la Asociación Matilde Vara - Hogar El Armadero- un espacio de compromiso con la niñez en riesgo que funcionó en la Ciudad de Buenos Aires desde el año 2000 y hasta que en el 2007, con la asunción de Mauricio Macri, no recibió más aportes del gobierno de la Ciudad y fue cerrado de modo compulsivo.

 

Sobre la vida de Matilde
(por Horacio Anguita)

Recuerdo con dolor y al mismo tiempo ternura cómo Mamá sacaba fuerzas de no se sabe dónde en la época tremenda de sus pérdidas y heridas. Ese tiempo creo que empezó en el '69 cuando ella y Papá de separaron y perdió su condición de ama de casa y buscó y consiguió trabajo de vendedora de inmuebles. Lo más maravilloso es que vivió como adquisición, con entusiasmo, su trabajo, y era muy, pero muy buena vendedora. Luego cuando mi hermano Eduardo cae preso se le parte el corazón pero se sobrepone, también la adversidad en vez de doblegarla le convoca el temple de luchadora y se consagra a pelear por la libertad de los presos, se integra a una vida cotidiana que la hace perder de algún modo el individualismo. Nunca como entonces yo la había escuchado enunciar en primera persona del plurar. Otros dos rayos tremendos le esperaban un par de años después, los dos como espantosas marcas en el cuerpo. Primero le extirparon una mama con un tumor maligno y luego una parálisis parcial de la mitad de la cara le dificultó la expresión e incluso el manejo de los labios para beber. Cuántas heridas, qué golpes!. No sé todavía de dónde sacaba fuerzas! Habrá aprendido a conjurar el dolor cuando era chica? Perdió a sus padres muy joven, pero el cuidado de su hermano menor, que requería consuelo y ayuda, seguramente le imprimió un sello decisivo de "la vida continúa...". Luego, treinta años después de aquella adelantada adolescencia, en otros tiempos en los que no se podía flaquear, su cuerpo y su corazón de nuevo a cicatrizar y a seguir adelante, sin descanso...
Su memoria me hace evocar al poeta
...
yo quiero que de mí queden
una memoria de sol
y un recuerdo de valiente

Horacio E. Anguita

     
 

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